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Un Dios tan grande... Con preocupaciones tan pequeñas?

Un Dios tan grande… ¿con preocupaciones tan pequeñas?


Piensa en esto: un ser infinito, eterno, que existía mucho antes de que el tiempo fuera siquiera una idea. Un creador capaz de hacer estallar estrellas, de crear conjuntos de y sistemas solares, de darle forma a universos enteros con la misma facilidad con la que tú o yo dibujamos un garabato en la orilla de un cuaderno.


Pero, por alguna razón, este mismo Dios cósmico no está enfocado en las maravillas de su creación, sino en lo que haces los domingos por la mañana. Le preocupa si te persignas antes de comer, si amas a alguien de tu mismo sexo, o de cuánto donas a tu iglesia o congregación.


Parece extraño, ¿no? Como si un artista universal, capaz de pintar el infinito, se obsesionara con el color de un solo píxel.


El libre albedrío como paradoja


Nos dicen que Dios nos dio libre albedrío, como el regalo supremo de su amor. Pero ese regalo viene con una trampa: puedes elegir lo que quieras… siempre y cuando sea lo correcto. Porque si te desvías, si dudas, si cuestionas, te espera el castigo eterno.


Es como si un padre le diera a su hijo la llave de la casa y luego le dijera: "Haz lo que quieras, pero si no haces exactamente lo que espero de ti, nunca más podrás volver".


Eso no suena a amor. Suena a control.


Y aquí es donde me pierdo: ¿por qué un ser infinito, que todo lo sabe y todo lo puede, diseñaría una prueba en la que la mayoría de sus hijos fracasarían? ¿Por qué colocaría la tentación justo frente a nosotros y luego nos castigaría por caer en ella?


Si de verdad hay un creador, ¿no sería más lógico que quisiera que usáramos la mente que nos dio? Que exploráramos, dudáramos, buscáramos respuestas sin miedo a su enojo.


Un Dios que castiga la duda


Si hay algo que me resulta extraño es la idea de un Dios que castiga a quienes no creen en él. Porque si Dios es perfecto, ¿por qué necesita nuestra validación? Un ser omnipotente, por definición, no debería tener ego. No debería ofenderse si alguien no le rinde culto.


Si yo creo algo—digamos, un huerto—no espero que las flores o las calabazas me recen. No me siento traicionado si una mariposa decide polinizar en otro lado. Me siento más que satisfecho por cuidar de mi huerto y que crezcan mis hortalizas. ¿Por qué un Dios creador del cosmos necesitaría adoración constante?


Tal vez lo que deberíamos preguntarnos no es si Dios existe, sino qué clase de Dios nos han vendido. Tal vez ese Dios que nos describen es solo un reflejo de nuestras propias inseguridades.

 
 
 

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